ETAPA 18. DE ADAMUZ A MONTORO.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
ETAPA
APADRINADA POR LA FAMILIA SÁNCHEZ SORIANO.
Sois el
oasis en mitad del desierto. Seguro que el oasis no se va a secar, y
posiblemente ayudéis a que el desierto se repueble y vuelva a ser
frondoso. Os habéis ilusionado junto a mi, aunque eso está en
vuestra línea: siempre os ilusiona lo que os cuento y vuestras
sonrisas son un regalo. Gracias Hugo y Mario y Pablo y Ramón y
Yolanda.
Contador
de Kilómetros: 439,1
Lo de
haber dormido de un tirón hasta las 6 de la mañana, tras el día
tan duro de ayer, ha sido una pequeña apoteosis. Me he despertado con una
energía renovada, he grabado la topoguía de hoy ya que ayer le eché
un vistazo y vi que en general era muy llevable. Me he duchado con un
pequeño concierto de Asaf Avidan en la habitación. He desayunado
como un marqués. Y un poco antes de las 8:30 ya tenía al inicio de
la etapa de hoy a Antonio Javier, concejal de deportes de Montoro,
con dos amigos, Antonio y Fernando. Se han desplazado hasta Adamuz
para participar en este que también es su proyecto, y mostrarme el
camino hasta su pueblo. Tras una pila de kilómetros caminando en
solitario y sólo, hoy en vez de darle a la cabeza le he dado a la
lengua. ¡Qué disfrute!
Mis acompañantes de hoy, con Adamuz al fondo.
La etapa
de hoy discurre por la vega, donde además de los terrenos a los que
la vega nos tiene acostumbrados, hemos descubierto algunas manchas de
dehesa, como si fueran jirones de memoria de lo que antaño fue. Tras
cruzar el Guadalquivir, chocamos con el pasado romano de Montoro que
se mantiene vivo para llegar, sin grandes esfuerzos a esta preciosa
localidad.
Comenzamos
un pequeño tramo por la estrecha y algo transitada carretera de
Algallarín, entre olivares, para pronto pasar a una pista de buen
trazado y que discurre por entre el cultivo estrella de esta zona: el ya mencionado
olivar. Con las aceitunas a punto de recolectar, muestra su máximo
esplendor en estos momentos. Este tramo, el antiguo camino de Adamuz
a Algallarín todavía guarda un manchón de dehesa en algunos
lugares, con su ganado vacuno asociado, lo que me ha recordado a
tantos tramos de sierra que vengo viendo en este GR.
El olivar despertando.
E Dehesa vegana.
Nuestro relajante camino de hoy.
Llegando
a Algallarín, el camino se mete en busca del río para, entre olivos
y algunos tramos de cultivo que ahora se mostraban yermos, ir a
buscar "el barco". Sólo queda el juego de poleas de este
lugar que, hasta mediados del siglo XX fue uno de los lugares más
concurridos de la zona, pues era la forma más rápida de cruzar al
otro lado. Pronto llegamos al puente del Guadalquivir, con la
incorporación en el lado de aguas arriba del Arenoso, y más arriba
la presa del embalse del Arenoso, que abastece de riego a parte de la
vega inferior. Era obligado en este punto, en el que he saltado a la
"mitad oriental de Andalucía" hacernos un selfie todo la
trouppe.
Paisaje mucho más cerealístico.
Esa fina línea horizontal, es el cable por donde pasaba la barcaza.
El team Montoro cruzando.
Justo
tras cruzar, el camino baja bruscamente al margen del río para
seguir avanzando en paralelo a la carretera, dejando atrás la
vegetación asociada a la margen y metiéndose en un olivar, en
búsqueda del camino antiguo de Capillas. En esta vaguada, pisando
afloramientos calizos, hemos parado a hacer un tentempié con plato
estrella consistente en "las mejores madalenas del mundo que son
de Montoro". Tras el receso, en ligera cuesta, hemos llegado
hasta la casa de San José de Capillas, precioso cortijo que aparece
a nuestra izquierda y desde donde la vega se presenta majestuosa a
nuestros pies.
San José de Capillas. La siguiente, vista a la vega desde el mismo punto.
Por aquí
hemos conectado con el primer camino empedrado que encontramos hoy,
uno de los principales patrimonios del entorno de Montoro y que
proceden del esplendor romano que en su día tuvo Epora. Pese a que
en algunos momentos algunos incautos han echado hormigón encima,
pronto aparece el camino, de cantos rodados en pleno apogeo. Por aquí
pasaba la Via Augusta que unía en este tramo a Corduva con Iliturgi,
una pequeña parte del camino que iba desde Gades hasta Narbo
Martius, vertebrando así la Hispania romana. Tras dejar este tramo
de la Via y atravesar otro olivar, nos encaramamos por un olivar
hasta otro camino de piedra, éste secundario, y que nos conduce de
forma más clara a nuestro final de etapa, Montoro. Allí hemos ido
directamente al Hotel Mirador, donde el ayuntamiento me ha alojado;
un lugar con unas vistas sin parangón sobre el pueblo y donde, como
no, nos hemos tenido que hacer otro selfie (risas).
Detalle de la vía Augusta.
Otro camino empedrado, con Montoro al fondo.
Los husuelos de los olivares, facilitan la recogida de la aceituna. Se trata de parcelar el suelo con hojas y piedras para que las aceitunas no salgan rodando.
¡Vaya equipazo montoreño!
Y
Montoro. Miedo, tengo miedo, como diría la copla. Es tanta la
cantidad y tal la calidad que creo que no voy a ser capaz de reflejar
adecuadamente las sensaciones que me ha aportado mi paseo de hoy.
Paseo eminentemente en rojo, porque Montoro es molinaza pura, esa
piedra roja propia del lugar, de la que me va a ser difícil
desacostumbrarme.
Pepe, el
director del archivo municipal, me ha acompañado en este viaje por
el tiempo y el patrimonio de esta localidad que rebosa
espectacularidad por los cuatro costados.
Montoro
es la Epora romana. Epora, que no Épora como se suele oir. Y como
no, los romanos eligieron un lugar para asentarse que ya había
estado habitado con anterioridad. Precisamente en la zona del
hotel donde me alojo, algo más alejado del meandro, se instauró
Aipora, poblamiento íbero con restos hallados de hasta el siglo XIII
antes de cristo, y que se conservan en el museo Arqueológico
Provincial de Córdoba. Que la diferencia entre los dos nombres sea
tan mínima, puede ser que se debiera a que los romanos se
establecieron aquí a través de pacto, lo que facilitó el
mantenimiento de las tradiciones y el status jurídico del pueblo
íbero.
La extensión e importancia de la Epora romana fue
de calado. En época musulmana se perpetuó el mismo asentamiento,
aprovechando las infrastucturas anteriores lo que ha derivado en la
práctica inexistencia de restos previos, que se aprovecharon para
construir el alcázar, murallas, mezquitas... Incluso el único
vestigio de época visigoda, la Iglesia de Sta. María de la Mota, se
convirtió en mezquita. Y con la reconquista, otra vuelta de tuerca:
todo volvió a aprovecharse por los nuevos moradores. De esa época
queda como muy palpable el entramado de las calles en la morería,
con continuos quebrantos en su trazado lo que facilitaba que siempre
hubiera algún rincón con sombra. De realengo hasta el siglo XVII, la
villa intenta comprar su libertad y por la traición de un alcalde,
pasa al señorío del Carpio, convirtiéndose poco después en ducado
(¿os suena la Duquesa de Montoro?).
Y ya durante el siglo XVIII,
gracias a su riqueza agrícola, se gesta lo que me ha parecido la
"aparatosidad montoreña", que no es más que cierto gusto
por la recarga en las fachadas de las casas para demostración del
poderío familiar y que envuelve a todo el casco histórico de un
encanto que me ha ido dejando alucinado a cada paso que daba.
Montoro
tiene dos parroquias, la del Carmen y la principal, la de San
Bartolomé. La parroquia del Carmen, del XVII es bonita, pero San
Bartolomé, es espectacular. De finales del siglo XV, se construye
para aliviar la sobrecarga de fieles de la iglesia de Santa María,
en el castillo, que se erigió en el lugar de la mezquita. Como
conjunto, pese a estar construída en algunas fases, es armónico y
sobrecogedor. Y en el siglo XVIII se adosaron a la puerta un miliario
romano y una lápida visigoda como testigo del pasado del pueblo. La
portada principal, de estilo plateresco resulta igualmente muy
curiosa.
Iglesia del Carmen.
Ermita de Santa María, ubicada en la antigua Mezquita y esta a la vez en la iglesia de la Mota, visigoda.
Miliario romano y lápida visigoda. La siguiente, puerta plateresca y las dos últimas vistas de la iglesia desde diferentes puntos.
Y en esa misma plaza, el monumento de la segadora, que conmemora la llegada de agua al pueblo desde un manantial lejano en el siglo XIX, o la pescadería, que mantiene dos entradas, hombres y mujeres, lo que hace pensar que posiblemente en algún momento fueran también servicios públicos. El arco de la carcel, fundada en tiempos de Felipe III. Y un detalle que pasa casi desapercibido: toda la plaza Mayor, está recorrida por una línea de balconadas. Desde aquí se podían ver actos como ejecuciones públicas, procesiones religiosas, corridas de toros (pues la plaza servía también de arena) y demás. Se han encontrado documentos de alquiler de balcones de tiempos muy antiguos, lo que afianza esta plaza como centro neurálgico de la vida montoreña durante muchos años.
La segadora con la torre al fondo.
Pescadería, con sus balcones. La siguiente detalle de las puertas de hombres y mujeres. La última, arco de la cárcel.
Del
Castillo no queda prácticamente nada. O mucho, según se vea. Las
viviendas que fagotizaron desde antiguo toda la fortaleza, siguen
manteniendo la arquitectura impuesta por los torreones, las callejas
en forma de zigzag, los andenes por donde se hacía la vigilancia. Y
aunque mínimos, aún hay algún vestigio de faldas de murallas.
Por aquí pasaba el andén de la muralla. La siguiente restos de una torre hecha vivienda y las demás entramado de las calles impuesto por la fotaleza.
Pepe, en una de las calles de la morería.
El
antiguo hospital de Jesús Nazareno, hoy residencia de la tercera
edad es otro de los tesoros con los que he alucinado. Comenzado en el
XVII y ampliado en el XVIII, tiene una capilla con unos azulejos y
una bóveda preciosos, y un patio, que ha subido mis cotas de
síndrome de Stendhal al cielo.
Bóveda de la capilla. La siguiente, azulejos del siglo XVII y las dos últimas detalles del patio.
Un guiño
casi casi casi friki, es la casa de las conchas. En los años 60 del
pasado siglo un camión con marisco volcó en las cercanías, y un
vecino se dedicó a recoger todas las conchas y decorar su fachada.
Con el tiempo le fueron enviando conchas de todas partes del mundo y
la casa entera, por dentro y por fuera es de conchas. Perdón si me
lee algún argentino (risas).
Y los
inacabables ejemplos de ese punto de desparrame arquitectónico, la
ligera ostentosidad de las fachadas al mínimo descuido, el gusto por
los dinteles, las balconadas, los contrachapados pintados, la
herrería en las puertas interiores, las propias puertas
interiores... la aparatosidad montareña que me ha dejado enamorado
hasta la médula.
La iglesia de Santiago, que se me pasaba. Las siguientes, algunos ejemplos de la "aparatosidad montoreña"
Y muchas
otras cosas que guardo para visitas posteriores: Las ermitas de Santa
Ana y la de Gracia y la de Fuensanta, las aceñas, los pilares de la
rehoya, de las herrerías, Pilar grande, las Iglesias catedralicias o
el colegio de las niñas educandas, el museo arquelógico, o el museo
del aceite.... queda tanto por ver en Montoro que un día me ha
sabido a poco.
Muchísimas
gracias Antonio y Fernando por vuestro tiempo. Muchísimas gracias
Antonio Javier por tu enorme hospitalidad. Y muchísimas gracias Pepe
por contagiarme la Montorotitis de la que ya nunca me curaré y
espero contagiar a muchas otras personas.